El hombre de las arenas

El hombre de las arenas

 

¿Qué quedaba por hacer, salvo extenderle la mano?

Lo había despertado en la noche. No lo había despertado bruscamente. Le había tocado el hombro, casi una caricia había sido. Quería evitar el ruido, no porque quedara alguien —alguien vivo— en la fortaleza. Tampoco porque fuera de maneras delicadas, sino porque estaba agotado de tanto matar. Y lo había hecho bien. Matar, quiero decir. O por lo menos eso suponía el hombre que yacía en la cama, cubierto hasta el cuello con las sábanas, mientras escudriñaba la figura que esperaba entre las sombras. Había derribado la puerta, por lo visto, porque la hoja estaba destajada. Sin dudas el trayecto hasta su cuarto no había sido fácil; nadie dormía nunca en la fortaleza: los centinelas tenían órdenes de turnarse, todos ellos, haciendo pequeñas rondas de relevo. Siempre había alguien. Así que el durmiente se había ido tranquilo a la cama, porque sabía que sus hombres estarían atentos y nadie se atrevería a molestarlo. No tendría que temer incursiones beligerantes. Tanto las paredes de la fortaleza como la pericia de sus vigías velarían sus sueños mientras él descansaba… Pero alguien había entrado. Alguien había venido desde más allá de las negras arenas de Nabokos para penetrar en la fortaleza, matar a todos los guardias apostados en ella y alcanzarlo justo en su cuarto, a un tiro de la cama. Y ese misterioso sujeto —una sombra de pie al lado de su lecho— lo había despertado con un leve roce, casi una caricia, y ahora esperaba que él lo acompañara.

¿Por qué?

Porque la justicia ofrecía una buena suma por su captura, y el hombre de las arenas —un cazador de recompensas, indudablemente— había entrado en su cuarto, luego de acabar con todos sus hombres, para llevárselo y hacerse con el botín.

—Dame la mano —le oyó decir, al tiempo que le tendía la diestra. Era una mano artificial, presumiblemente hibriomecánica, que esperaba con sus dedos desperezados a que él reaccionara.

Pero él se tardaba…

Estaba tapado bajo las sábanas, silencioso, como le pasaba cuando era niño y las viejas le contaban las historias del hombre de las arenas, que venía a buscar a los revoltosos que no querían irse a dormir, y ese recuerdo inconsciente estaba haciendo mella en el adulto que no podía moverse…

Oyó entonces que se le repetía la orden:

—¿Qué esperas? —esta vez, la voz sonaba seca y violenta— ¡Dale la maldita mano!

El yaciente se percató de que el que había hablado ahora no era el hombre de las arenas, no era la figura que se recortaba en las sombras detrás de la mano de aleación, sino la mano misma —alguna clase de extremidad con inteligencia autónoma—, que movía sus dedos espasmódicamente, como garras aviesas.

El hombre de la cama pensó en la .38 D que ocultaba bajo la almohada, y pensó también en la recortada camuflada en la cabecera del lecho. Bastaría un movimiento rápido, tal vez. Pero no: no contra el hombre de las arenas. Porque el hombre de las arenas había venido desde muy lejos para llevárselo, y un hombre que se decide a atravesar el desierto más peligroso del territorio con la única intención de darle caza, no podía estar jugando; un tipo así, aunque sólo se adivinara —porque apenas era una sombra esperando a un palmo de la cama— no podría fallar nunca en su cometido. Y la mano que ahora esperaba impasible a que él le tendiera la suya no parecía tener intenciones de moverse ni en un millón de años, y si los siglos pasaran, seguramente, seguiría estando allí: extendida como las sombras que se adelantan bajo las lunas desérticas, irremisible como la muerte, mortuoriamente envuelta en tinieblas.

Así que el hombre se decidió por fin: apartó las sábanas, se levantó y se vistió. Luego se lavó la cara para despabilarse, y, finalmente, le extendió la mano al desconocido, que la asió fuerte para inmovilizarla con un grillete de energía. Entonces se abrió la puerta y ambos hombres —cazador y presa— emergieron a una galería infestada de cuerpos baleados y caminaron hasta la salida.

Soltó la risa. Pensó que iba como un niño, de la mano de un adulto. Pero el adulto era… el hombre de las arenas. Se acordó del remate final que las viejas le daban a sus cuentos: “¡Ya viene el hombre de las arenas, ya viene a llevarte!” Tal vez todo esto fuera un sueño; tal vez era un niño aún, acostado en la cama, soñado que era un adulto que soñaba con el hombre de las arenas —las viejas asustaban, de veras, y sus pequeñas víctimas se iban rápido a la cama—; pero no: la mezcla de olor a sangre y pólvora era demasiado real y punzaba el olfato. Miró al hombre de las arenas: un hombre de unos 40 años, con un cigarrillo en los labios y una mirada aguda bajo el ala amplia de un sombrero… Había algo de marcial en su aspecto —nada extraño: muchos excombatientes, terminada la Gran Guerra, se habían convertido en cazadores de hombres—; sin embargo, juntó coraje, y se atrevió a abrir la boca:

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

¡Mala idea! El hombre de las arenas se volvió, y le aplicó un revés que lo envió al suelo; pero no se conformó con eso: lo empezó a patear, con tal fuerza, que lo arrinconó contra la pared. Luego se inclinó sobre él, lo asió con la mano artificial y lo izó. Lo contempló a un palmo de su cara: olía a peste, a vino, a hierro herrumbroso sobre mares de sangre.

Entonces lo soltó y le contestó:

—Temístocles.

Estaba hecho un estropajo, pero logró incorporarse urgido por el apéndice artificial que lo impelía a sacudones. Oyó que el hombre de las arenas le decía:

—No vuelvas a preguntarme nada.

La prótesis robotizada agregó:

—Tampoco me hables a mí… ¡Aunque puedes llamarme “Taco”, si es que quieres que te haga pedazos!

¿Oía algo el adulto, el hombre que marchaba asido por la muñeca, el maleante que la justicia buscaba por crímenes aberrantes cometidos durante años? No… Porque aquel bruto había quedado enterrado bajo oleadas de recuerdos infantiles, que se repetían con ecos de nana-cuenta-cuentos en una mente lejana, propia de un cuerpo que ya no le pertenecía, puesto que no era ése su cuerpo, el que ahora avanza por entre las filas de hombres rotos, sino uno pequeño, que aún no ha salido de la cama, y que espera tapado hasta las narices con las sábanas, mientras un aliento a ajo se inclina sobre él y le repite: “¡Ya viene, niño, ya viene!”

Están lejos ya de la fortaleza —un fantasma arquitectónico que algún día despertará severas leyendas—, como dos puntos pequeños en un tembloroso horizonte de estaño fundido. De vez en cuando, el adulto asoma —lo mataré antes de atravesar la frontera, lo alcanzaré con el filo que tengo en la cintura, alguno de mis hombres habrá sobrevivido—, pero, no, claro, porque el niño tiene miedo, y, aunque el adulto consciente no lo sospeche —jamás lo hará—, el miedo es más fuerte, mucho más fuerte, ya que es el miedo a mirar bajo la cama, y el que nos advierte que por nada del mundo intentemos abrir la hoja de nuestro ropero, y el que, finalmente, nos alcanza con la mano del hombre de las arenas…

Así que, ¿qué otra cosa quedaba por hacer, salvo extenderle la mano y marcharse lejos, muy lejos, más allá de las lunas que se debaten en ascenso sobre las arenas negras de Nabokos, a una tierra de Nunca Jamás?

Hay que irse, sí…

Como un niño bueno.

7 comentarios

  1. Muy buen cuento, evoca un territorio de frontera, de violencia y sangre. Con la figura del «hombre del saco» o el «sacamantecas» como telón de fondo de la angustia del detenido. Me gustó, enhorabuena.

  2. Sorprendente el buen estilo narrativo que tienes, Juan Manuel. Estás creando un buen universo para este personaje (bueno, mejor en plural, si contamos la mano) y espero que siga adelante. Me ha gustado mucho la idea de que el malvado entiende como si al final pagara por sus crimenes tal como le decían de niño que pasaría si no era bueno. Y pedro ha realizado una ilustración impactante y con fuerza.
    Creo que esta pareja (hombre y mano) merece continuar viva en futuras historias y, espero, también en viñetas 🙂

  3. Muchas gracias a todos por los comentarios: 
    Para Serafi_gimeno: efectivamente, uno de los intertextos fundamentales ha salido del folclore tradicional oral: el hombre del saco, etc. Pero, por esos días, no hacía más que escuchar «Enter Sandman» de Metallica: y bueno, ése es el segundo intertexto (me arrepiento de no haber introducido un epígrafe aunque sea con un par de versos del tema metalero 😉
    Para Ibaita: Sí, espero que lo pueda introducir en historias variadas; por estos días, Blas tiene en sus manos otra historia con el mismo personaje y un «telón de fondo» diferente; espero que te guste 🙂
    Y Allmanzor: en realidad, me atrevería a agradecerte de parte de todos los «Exégetas» que mandan sus trabajos, porque tus comentarios son muy agudos y ayudan a seguir mejorando: gracias.
    ¡Y Pedro, por supuesto!: ¿Qué puedo decir, capo? ¡Fuego a discreción, mi estimado amigo!

  4. Je je, a mi también se me pasó por la cabeza durante un instante lo de «Enter sandman» al leer tu relato. Gracias a tí, por lo que me has comentado 😀