Aguardiente

Estaba rodeado. Era evidente.

¿Cómo aguantar el embate furioso de una turba de matones dentro de una cabaña de mierda, una choza escuálida que daba lástima, recortada en el tembloroso solar de un inhóspito claro boscoso?

Nosotros éramos muchos, ¿eh? Éramos nueve, carajo: destruiríamos la condenada pocilga a tiros, y luego escarbaríamos y sacaríamos al tipo a la rastra, y lo voltearíamos y comprobaríamos que era él, Taco —porque así se llamaba el tipo, ¿eh?—, el presidiario más buscado, la sombra de los Cinco Anillos de Xix IV, el terror de las Arenas Negras de Nabokos, el azote del Sistema Abisal, el asesino confeso del Juez Tirnhos de Hinospia, el…

¡Dame eso! —Fezz me arrancó el panfleto maltrecho de las manos.

¿Pero para qué carajo quería ver ese papelucho lleno de grasa, reventado, sobre el que había afinado la puntería con una sinfín de dardos y escupitajos, si todo lo que ahora podía apreciarse era una gran mancha borrosa: en primer plano una mano sosteniendo la lumbre de un puro y luego, como telón de fondo, el perfil ensombrecido de un rostro macilento, de rasgos ladinos y afilados, donde lo más destacado era el círculo de una órbita desencajada, arrobada hasta la demencia e inyectada en sangre?

Oye, Fezz —le advertí—, se rajará el papel si lo escupes de nuevo, ¿eh?

Fezz succionó aire hasta inflarse como un globo y, bueno, claro, ¡je!, terminó escupiendo un escupitajo de un verde lindante con lo radiactivo, ¿eh?

¿Te gusta así, viejo pulguiento? —Sacudió lo que quedaba del aviso ante mi rostro: un agujero perfecto horadaba la frente del tipo—. ¡Es lo que recibirá el puerco cuando se enfrente a mi Escudero .57!

Me apartó entonces de un manotazo y llamó:

¡Maaaaaaanco! ¡Ven acá, perriiiiiiiiito-perrito-perrito-perrito!

Y apareció el manco, arrastrando su raído capote de la antigua milicia terrestre, la mirada perdida bajo el sombrero de ala ancha, el paso lánguido y abyecto de las almas en pena, o de los que se saben pronto a morir en el patíbulo. ¡Pobre diablo! Se presentó una noche ante nosotros; nos aseguró conocer el escondite de Taco; prometió revelárnoslo, si condescendíamos a dividir en partes iguales la recompensa por la captura… ¡Je! ¡Lo mataríamos, desde luego! Tan pronto acabáramos con el atrincherado, Fezz prescindiría de los servicios del soplón, así que le pasaría una soga por el cuello y lo colgaría, para luego recrearse ajustando la puntería sobre su pellejo izado.

El infeliz se plantó, por fin, en medio de nuestras mofas.

¡Todo iniciado merece su bautismo de fuego! —comenzó irónicamente Fezz—. ¿Acaso creíste que podías formar parte de los Nueve Jinetes Negros sin la debida preparación?

Las risas se elevaron como desde el interior de un avispero, y Fezz se atusó rapaz el bigote pringoso.

¡Ah, seguro que sí, amigo! —continuó—. ¡Te toca mover! ¡Demuéstranos tu valor, y acaba con el sujeto!

Ante el asombro de todos, el manco no lo dudó: desenfundó una vieja .45 D R/N del ejército y se lanzó, como un poseso, pendiente abajo, hacia su final. Había avanzado una veintena de metros, entre patéticos trompicones y salvajes alaridos, cuando una mano terminada en una pistola de asalto surgió, tras los cristales rotos de una de las ventanas de la cabaña, y abrió fuego: el atacante recibió un impacto que lo sacudió, lo hizo trastabillar, y, finalmente, lo arrojó cuan largo era sobre el mustio prado, donde quedó de cara a los arduos soles gemelos de Tars III.

Fezz se volvió hacia nosotros y espetó:

Sospecho que el puerco nos espera en su corral. —Estalló en una grotesca risotada—. ¡Por las barbas del finado Juez Tirnhos! —rugió—. ¿Qué me dicen, malditos bastardos? ¿Están conmigo o no?

Prorrumpimos en carcajadas, dispuestos a bebernos la sangre del sujeto en un cáliz sacrílego, y ya tanteábamos las culatas de nuestras armas, cuando se produjo una detonación, seguida de cerca por un horrísono silbido…

La cara de Eunuco, todavía agitada por la estridente algarabía, no desdibujó la sonrisa, aun cuando se desplomaba en medio de una nube de polvo, con un orificio de bala justo donde debería haber estado su tercer ojo.

¡Al suelo, infelices! —rió Fezz.

Nos arrojamos cuerpo a tierra, aunque no todos con la suficiente rapidez: Garr, el cefalópodo, demasiado ocupado restregándose los sesos de Eunuco de la cara, no reaccionó a tiempo, de manera que recibió un tiro que le vació el pecho traslúcido y giboso.

Fezz, desencajado, eufórico, reía a mandíbula batiente.

¡Me llevan todos los diablos! ¿Vieron cómo lo dejó? ¡Parece que el puerco es bueno!

Feliz. Nunca vi a Fezz tan feliz. ¡Por fin podría medirse con un oponente de su calibre!

¿Quién diablos tiene el aguardiente? —continuó—. ¡Pásenme la maldita botella!

Fezz hincó los dientes en el corcho, lo arrancó con un revés y lo escupió lejos. Empinó entonces el codo, y, como era su costumbre, dejó que el contenido cayera sobre su cabeza, bañándolo hasta los hombros; de la misma manera, procedió el resto de los muchachos: para cuando la botella dejó de circular, todos estaban empapados, más alegres y satisfechos que nunca, oliendo la pestilente mezcla de aguardiente y sudor.

En cuanto a mí… ¡Je! Bueno, Fezz y los muchachos podrán dárselas de muy recios y todo eso, pero en lo particular me inclino por la ingesta de alimentos a la antigua: por la boca, se entiende, ¿eh?

Así que cuando ya sentía que el calor del licor me rebasaba la comisura de los labios, Fezz me sacó la botella de las manos, echó una maldición al aire, y la estrelló contra el piso: la señal convenida para iniciar el ataque.

¡Qué esperan, condenados hijos de perra! —bramó—. ¡Rodeen la casa!

Nos separamos. Corrimos como demonios. Cada uno se apostó en un vértice del objetivo. Teníamos muchas armas, armas poderosas y pesadas. Nos acercaríamos, paso a paso, a los tiros: rociaríamos las viejas paredes con un sinfín de proyectiles…

¡Y así lo hicimos, por Satanás!

Para cuando dimos término a la avanzada, vacíos ya nuestros cargadores, la vieja casa parecía más sombra que casa, rebasada de humeantes orificios, saturada de temblores y quejidos, como una anciana a punto de morir en medio de sus dolorosos achaques.

Fezz ordenó recargar, al tiempo que pasaba lista a lo que quedaba de los Nueve Jinetes Negros.

¡Netto!

¡Sí!

¡Rapaz!

¡Sí!

¡Qwartizzzcatworitq!

¡Zzzzzz!

¡Lazo!

El poderoso eructo de Lazo nos llegó saludable desde quién demonios sabe dónde.

Pero cuando le tocó el turno a Puercoespín…

¡Puercoespín! —Fezz esperó la confirmación; sin embargo, sólo obtuvo un silencio lapidario que no dejaba lugar a las dudas.

¡Así sea! —Fezz impartió una nueva orden a voz en cuello—: ¡Aspersores!

Nos colocamos las mascarillas de oxígeno al tiempo que hurgábamos a la altura del hombro para desprendernos las granadas.

Esperamos la señal.

¡Ahora! —ordenó Fezz.

Arrojamos las granadas al interior de la choza, y en poco tiempo el verde esmeralda del gas netino, un abrasivo asfixiante de implacable acción comatosa, brotaba serpenteante por cada hendija de las enclenques tapias.

Esperamos a que el gas se diluyera y…

¡Tú, Netto! —señaló Fezz—. ¡Adentro!

Netto se plantó delante del remedo de puerta y la echó abajo. Cuando cruzó el umbral, adelantando los cañones gemelos de su recortada, oímos un estampido fenomenal: Netto volvió a salir… ¡pero sin cabeza! El tronco de Netto, erguido sobre las dos tambaleantes piernas avanzó un par de pasos, se detuvo, y cayó sobre el entarimado del porche, envuelto en poderosas convulsiones.

Fezz escupió al suelo.

¡El puerco tiene estilo, no cabe duda! —Pasó revista a lo que quedaba de sus esbirros—. ¡Rapaz, Lazo, por la retaguardia! ¡Muévanse!

Los dos hombres obedecieron y desaparecieron como sombras por un recodo.

Qwartizzzcatworitq y Fezz esperaron agazapados; luego se levantaron y entraron a la cabaña, esperando que su contraparte hiciera otro tanto por el acceso posterior: el sujeto no podría reaccionar a tiempo. ¡La sangre del terrestre Taco correría por fin entre nuestros dedos!

Y sin embargo…

¡Rapaz! ¡Lazo…!

No hubo respuesta.

Fezz y Qwartizzzcatworitq permanecían de pie en el centro de la sala derruida. Respiraban nerviosos, y miraban exaltados los recovecos ensombrecidos. Los innumerables orificios de bala habían abierto hendijas de luz que se proyectaban quebradamente desde el atardecer exterior.

Yo entré a la cabaña despacio, mirando a uno y otro lado, mientras me daba ánimos mascando un buen trozo de tabaco.

Fezz probó llamar de nuevo:

¡Lazo! ¡Rapaz…!

Y entonces…

Los cuerpos de Lazo y Rapaz atravesaron las ventanas posteriores, para caer al piso y deslizarse hasta nuestros pies. Estaban muertos, bien muertos, adornados con un bello orificio de bala en el medio de sus frentes.

Pasado el pasmo inicial, Fezz y Qwartizzzcatworitq reaccionaron: se plantaron ante la puerta recortada entre las ventanas que habían vomitado a los pistoleros y… ¡Y abrieron fuego con todo lo que tenían!

Yo me arrojé al suelo, escupiendo tabaco por los cuatro costados, y me tapé los oídos con las alas de mi sombrero.

Cuando la balacera acabó, ya no había pared, ni ventanas, ni puerta: sólo los soles moribundos, ocultándose tras las colinas enrojecidas de Tars III.

Fezz lanzó un juramento y le pidió a Qwartizzzcatworitq que saliera a investigar.

El andhariano se negó, con el apoyo testarudo de todos sus seudópodos, mientras su organismo secundaba la moción secretando una buena dosis de tinta negra en señal de protesta.

Entonces Fezz me echó una mirada fulminante. Me ordenó que me levantara y practicara un rastrillaje de la zona. Me negué, claro —soy viejo, y sólo me encargo del aguardiente, ¿eh?—; pero Fezz explotó, hasta el punto que no sé qué habría pasado conmigo, de no haber mediado lo impensable… ¡Porque el inconfundible bramido de una .45 Diferenciada con Rastreador Nocturno nos puso en jaque! El proyectil de teflón con cabeza ahuecada hinchió el aire viciado de pólvora de la cabaña, y fue a reemplazar la espalda del andhariano por un panorámico hueco.

Fezz se volvió a la velocidad del rayo, apuntaló la boca aún humeante de su Escudero .57… ¡y recibió un tiro que le destrozó el hombro! Cayó, hecho un ovillo de maldiciones, y quedó tendido con los ojos clavados en el techo.

Desde mi posición pecho a tierra, presencié la entrada del pistolero. Al principio sólo oí el acompasado cascabeleo de unas espuelas tipo cepillo, características de los llaneros de mantas; luego, cuando me animé a echar un vistazo, vi que una silueta humana se abría paso con descuido por entre los cadáveres hechos pedazos. Levanté la vista y…

¡… y me encontré con el manco!

¡Tú! —alcancé a decir, atropelladamente.

El manco no me prestó atención: se limitó a desprenderse un cigarrillo de la oreja y llevárselo a los labios; raspó entonces una cerilla en su nuca y, con una parsimonia exasperante, se dedicó a inflamar la punta del pitillo. Finalmente, luego de un par de satisfechas bocanadas, llamó:

¿Taco? ¿Dónde diablos te metiste, Taco?

¡Buscaba a su cómplice, por supuesto! Los Nueve Jinetes Negros habíamos caído en una trampa: el manco y el tal Taco lo habían planeado todo desde el principio. Mientras uno representaba su propia muerte ante nuestros ojos, el otro nos acribillaba desde la cabaña, para luego encerrarnos y aplicarnos el disparo de gracia. Me levanté como pude, con la boca embadurnada de tabaco, y ya estaba a punto de soltar la lengua cuando me llegó una voz:

¡Aquí estoy, jefe!

El manco se dirigió a un sector semiderruido en donde se adivinaba la forma de una mesa volcada. Escarbó, retirando tablones astillados y restos de mampostería, hasta que encontró un… ¿un brazo?

¡Pensé que me habías abandonado, jefe! —dijo el brazo—. ¿Por qué la tardanza?

El manco ignoró el comentario de su… compinche. Enderezó la mesa y tomó asiento en lo que quedaba de una silla. Apoyó el brazo parlante en la mesa, le dedicó una lánguida mirada y le dijo:

Sabes que no te dejaría, ¿eh, viejo?

A continuación, se sucedió una escena que puso a prueba todos mis nervios. El manco tomó el brazo —indudablemente un apéndice robotizado con inteligencia artificial— y lo acercó a su hombro tullido. Se oyó entonces un cliqueteo, como si se activara alguna clase de mecanismo servoasistido, y vi que unos finos tentáculos de aleación viboreaban en torno al muñón, para finalmente clavarse y desaparecer en el interior de la articulación saneada.

El propietario del brazo se incorporó, me hizo a un lado y se inclinó sobre el abatido Fezz. Cerró la mano humana sobre las solapas del sacón, izó el cuerpo aún con vida de mi malogrado cabecilla y se lo cruzó sobre el hombro.

A éste lo quieren respirando —espetó.

Se dirigió a la salida, haciendo sonar sus espuelas de mantas. Cuando cruzaba el umbral se volvió y me dijo:

Pregúntame por qué no te mato.

Antes de que pudiera reaccionar, el brazo coreó:

Sí, jefe, ¡que pregunte, que pregunte!

Así que, ante la insistencia, bueno, claro, me limité a preguntar, ¿eh?:

¿Por qué no me matan? —Pero una idea irrazonable atravesó mi mente tan pronto formulé la pregunta: pensé que el uso del plural les habría resultado afrentoso, de manera que ya me entregaba a la muerte, enloquecido ante la idea de acabar mis días en esa mugrosa choza, rodeado de escombros y de cadáveres, cuando el manco me dejó en claro que tenía otros planes para mí: me miró desde el marco de la puerta, mientras el brazo robótico alzaba el cigarrillo humeante para colocarlo en la comisura de los labios, y me soltó:

¡No te mato porque destilas el mejor aguardiente que he probado en toda mi vida, Aguardiente!

Porque a mí me dicen Aguardiente, ¿eh? ¿No se los había dicho? ¡Je!

Los dedos metálicos volvieron a cerrarse sobre el cigarrillo, lo retiraron y el manco agregó:

Además, ¿de qué sirve hacer tanto escándalo si no queda cronista con vida que refiera los hechos?

Sí, ¿eh? Es lo que yo digo, ¿eh? ¿De qué diablos sirve? Así que, muchachos, esta es la historia que tenía que contarles: el manco finalmente me dio la espalda y se retiró con su carga humana al hombro. Más tarde supe de él: su nombre era Temístocles Furhias, capitán retirado del ejército terrestre. ¿Su “alias”? ¿No lo adivinan? “Taco”, desde luego…

Fezz terminó tras las rejas en un asteroide perdido del Cuadrante Gama, mientras que su cazador se esfumó tras cobrar la recompensa. Pero, bueno, claro, ¡je!, como mi antiguo mandamás no pensaba morir en ese hediondo agujero, se limitó a organizar un escape con los presidiarios del complejo, situación que generó una merma considerable entre el personal de vigilancia. Me dicen que, poco antes de abandonar la órbita del planetoide, envió un mensaje desde su cápsula de escape: “¡Por todos los cráteres de Marbion XIII, juro que no descansaré hasta ver colgados de un gancho al capitán Temístocles Furhias y al traicionero de su socio!”

Pero, claro, Fezz nunca supo de la existencia del tal “Taco”, y, como fui el único sobreviviente de la masacre, pensó —y aún lo sostiene— que yo estaba asociado con el manco, de manera que hoy día mi cabeza tiene precio, ¿eh?

¡Oh, no se preocupen por el viejo Aguardiente, muchachos! Mi nano-alambique y yo nos hemos mudado de cuadrante, y si Fezz me encontrara, bueno, creo que todavía guardo en algún lugar a mi fiel Albino .37… ¡Escupiré una buena dosis de tabaco sobre su tumba!

En fin, lo último que hice fue poner por escrito esta historia, y debo decirles que implicó mucho trabajo porque apenas puedo deletrear mi nombre en forma completa… ¿Qué? ¿Que no les ha gustado? Bueno, ¿saben?, quiero que sepan que si vuelvo a verles la cara de ratones de biblioteca merodeando por este cuadrante, ¡les daré tal paliza que nunca olvidarán a Aguardiente, y… y…!

¡Bah…!

¡¡¡Y váyanse todos al diablo!!!

9 comentarios

  1. Genial, Juan Manuel. Me ha hecho pasar un buen rato esta lectura, y el final me ha hecho reir. Me encanta el personaje Temistocles y su colega el brazo, je je. Tus relatos tienen buen ritmo y me están gustando mucho. Sigo diciendo que los «westerns» espaciales son muy atractivos.
    ¡Felicitaciones!

  2. Quiero dejarle un saludo especial a Pedro, el ilustrador de esta serie, porque su trabajo es impecable. ¡Gracias, che! 😉

  3. Me alegra mucho que te gusten Juan Manuel;aun recuerdo la primera ilustración para el primer relato;lo hice a color y nunca terminó de gustarme el sombrero ¡ incluso se lo cambié por otro que me gustaba aun menos!! finalmente le dí tan penosa responsabilidad a Blas para que eligiese él el maldito sombrero;con el comic experimenté con tonos grises que «ensuciaban» a posta el dibujo para darle un aspecto peculiar a ese mundillo que has creado;ya en éstos dos últimos relatos,me animé con la tinta china ( es curioso que casi no se emplea la palabra china tras la de tinta,pero no me imagino en la papelería pidiendo simplemente un bote de tinta ¿?)… y bueno,creo que así quedan con mucha fuerza ¿?;gracias a ti tambien por éstos relatos tan cañeros;con las ilustraciones,simplemente intento animar a los lectores a que los lean.

  4. Mire usted el asunto del sombrero; si hubiera sabido que le iba a traer tantos problemas lo hubiera cambiado por alguna otra cosa… Y eso: anímense los lectores, anímense, que estos relatos están… ¿cañeros?… o algo así, ¡je! 😉

  5. Los personajes de la narración en su conjunto son geniales. Su estructura y el interés que genera en el lector!!! Impecable.

  6. Me gusta cómo se va reutilizando el concepto, ya le estoy cogiendo cariño al personaje… Gran trabajo.