No hay tal lugar

No hay tal lugar

(Publicado originalmente en NGC 3660)

Nadie ha querido entrar por aquí, porque a ti solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla.

Franz Kafka

Ante la Ley”

I

Érase en el…

Mi albacea es un hombre mayor, pero no tanto como yo. Es un hombre exquisito, altivo y eficiente. Un ejecutivo todopoderoso del Presbiterio Tornasolado. Tiene un anotador en sus manos… no como el de Ruperto, que lógicamente dejó de funcionar: es apenas un pliego de hojas en el que vuelca mis memorias con la ayuda de una pluma. Yo lo miro, y miro la puerta que se recorta a sus espaldas, tal vez un poco abierta. Mi albacea no habla, sólo anota, y apenas responde con murmullos a mis achacosas arengas. “Soy necio”, me digo. “Pero esta vez, intentaré alguna otra cosa.” Mi albacea duda, porque yo he suspendido el curso del dictado. Me ve, me interroga; su sola visión me hace aún más pequeño. Está a punto de regañarme; pero entonces yo le pregunto por la puerta que se recorta a sus espaldas…

 

II

Érase en el pasado

Me llamo Ismay. A mi derecha está Ruperto. A los dos de adelante apenas los conozco: nos fueron dados, en calidad de guías, por los agentes del Presbiterio Tornasolado, cuando apenas hubimos llegado.

El vehículo, que por alguna extraña razón yo comando —sí, yo, el joven que atusa con la voluntad y el miedo, y el poco viento que sopla desde la Cañada Silente, el tosco velamen montado sobre rieles—, responde a la ecléctica descripción que sobre el mismo se me había adelantado: austero, algo arisco, presumiblemente anacrónico… ¿Anacrónico? ¿Pero qué significa esta expresión para los agentes del Presbiterio Tornasolado, quienes a fuerza de indagar en los misterios del tiempo —primero con la mente y luego en los sueños, y luego en los márgenes de ese otro sueño que llamamos realidad—, terminaron por dominar el arte de los viajes transtemporales?

Uno de los guías —creo haber dicho ya que eran dos: el del bombín y el afeminado de las faldas— me señaló con un dedo saturado de anillos una lejana ciudad. “Parece un cristal pintado”, recuerdo que me dijo Ruperto. La ciudad, que descubrió sus contornos agudos al promediar el último vigor de las dunas inquebrantables, era uno de los siete ingenios urbanos que la fe en el Tornasol había erigido en honor a Fajwin Ta`j de Lok, místico-científico que, vuelto de las profundidades de una fase REM químicamente inducida, había asido en los límites de su intelecto la naturaleza vedada del séptimo color del Heptaespectro. Como en las imágenes con movimiento del cinematógrafo —nunca olvidaré mi breve estadía en París, poco antes de que los agentes del Presbiterio me abdujeran, cuando mi padre me invitó a ver la milagrosa invención de los Lumière—, como ocurre en el cinematógrafo, digo, la imagen faustuosa de la Séptima Urbe se desvaneció tras una sibilante cortina de arena, para reaparecer posteriormente —suplicaba que mis ojos dejaran ya de llorar gotas ardidas— en la forma de una puerta de tenor imperial, por esas horas celosamente custodiada.

Un guardián, de hermoso aspecto, impuso su mano abierta y se detuvo ante nuestro transporte. Era un hombre corpulento, pero armónico, de suave y decidida mirada. A su lado, el de las faldas parecía pequeño, anciano, reducido a una diminuta ruina con un interrogante en el rostro. El del bombín descendió del automóvil, ensayó una cabriola y miró al magnífico guardián. Éste no lo dudó: levantó su bastón de energía y presionó el gatillo. Una nube de partículas dejó al bombín solo y sin dueño. El de las faldas tosió para llamar la atención del Ejecutor de la Ley.

Debemos pasar —masculló.

Esperaba que lo pidiera, Su Excelencia —respondió con parsimonia el interpelado—. Esta puerta está aquí sólo para ustedes —sentenció finalmente, al tiempo que dedicaba un gesto de aprobación al resto de la comitiva.

Cruzamos el umbral y dejamos atrás al guardián, sólo para enfrentarnos a otras tantas puertas y otros tantos guardianes, tan bellos como el primero pero sistemáticamente más fieros e implacables. La última etapa de nuestro viaje culminó en el interior de una sala oblonga, voluptuosamente decorada con espejos, en cuyo centro se levantaba una monstruosa tarima arbórea, rematada en su ápice por un trono de ébano. El de las faldas descendió del vehículo y, desentendiéndose de nosotros, dirigió sus pasos hacia la torva elevación, mientras yo me dedicaba a arriar el velamen y Ruperto tomaba notas en su libro con botones. Cuando el diminuto guía llegó a la cúspide de su meta, volteó, y yo no pude evitar lanzar un grito de espanto, que fue sabiamente apaciguado por mi compañero. El de las faldas se había despojado de su cabellera de rizos, para descubrir en su lugar una calva cabeza y un rostro castigado por los años. Pero lo más terrible de todo, lo que aún hoy me persigue en mis pesadillas de anciano y hace temblar mi voz mientras dicto estas líneas a mi albacea, es la terrible visión que me infundieron las dos cuencas vacías —siniestramente repetidas por los espejos de la sala— que nos observaban imposiblemente desde el cráneo despojado.

Soy Fajwin Ta`j de Lok —dijo el de las faldas, mientras tomaba asiento en el trono de ébano—. En este momento estoy soñando que me hallo en una sala oblonga, saturada de espejos, y que he sido conducido hasta aquí por ustedes, a través de un infinito corredor de fatigosas puertas, con el imperioso objetivo de que se me revele el secreto del Séptimo Color Impronunciable. —El entronizado adoptó una posición más distendida—. ¿Son ustedes acaso los guardianes que custodian la última de las puertas, la que me franqueará el paso a la verdad silenciada? —Una sonrisa negra dibujaron los labios torcidos que nos hablaban—. Sólo una cosa querría preguntarles antes de proceder… —El de las faldas se adelantó, inclinándose, y sus múltiples dobles especulares lo imitaron hasta el hastío—. ¡Responded! Si todos aspiramos a la Verdad, ¿por qué he sido yo el único que ha llegado hasta este lugar?

¿Qué palabras debo utilizar ahora para describir lo que en ese momento nos tocó presenciar a Ruperto y a mí? Porque ni bien acabó nuestro interlocutor con su interrogatorio, unas formas sin sombra, aladas algunas de ellas, se desprendieron del corazón de la tarima ramificada y, ya sea reptando, ya volando, se dirigieron con la premura del destino hacia el trono de ébano, donde finalmente se abalanzaron sobre la pequeña figura, que pronto se debatió bajo cóncavas garras y dientes prístinos que la sacudían y la rompían, tironeándola tosca y depravadamente.

Ruperto cerró su libro eléctrico y lo guardó a la velocidad del rayo en su estuche. Me miró desesperadamente, y me lo confió, con la silenciosa pero sabia angustia de aquel que se sabe pronto a morir.

Contiene lo que hemos vivido, Ismay: todos los lugares y todos los tiempos que hemos recorrido. ¡Quédatelo!

Traté de decirle, de recordarle que pertenecíamos a siglos diferentes, que los agentes del Presbiterio nos habían reclamado en épocas disímiles, que no sabría cómo utilizar el ingenio eléctrico que me legaba…

Sujeté su rostro entre mis manos y lo besé… Hoy tendría treinta años, o doscientos, o dieciocho, como entonces… ¿Pero qué significa esto para un agente del Presbiterio Tornasolado, como lo soy yo ahora… o como lo fui…?

I

futuro

Mi albacea es un hombre mayor, pero no tanto como yo. Es un hombre exquisito, altivo y eficiente. Un ejecutivo todopoderoso del Presbiterio Tornasolado. Tiene un anotador en sus manos… no como el de Ruperto, que lógicamente dejó de funcionar: es apenas un pliego de hojas en el que vuelca mis memorias con la ayuda de una pluma. Yo lo miro —miro a mi albacea sentado sobre su alto estrado—, y miro la puerta que se recorta a sus espaldas, tal vez un poco abierta. Mi albacea no habla, sólo anota, y apenas responde con murmullos a mis achacosas arengas. “Soy necio”, me digo. “Pero esta vez, intentaré alguna otra cosa.” Mi albacea duda —la pluma permanece yerta en su mano perita—, porque yo he suspendido el curso del dictado. Me ve, me interroga; su sola visión me hace aún más pequeño. Está a punto de regañarme; pero entonces yo le pregunto por la puerta, le pido me revele el secreto que se esconde detrás de ella… Mi albacea me ve —la pluma juega ahora entre sus dedos como el péndulo de un reloj—, y ve la puerta a sus espaldas. Entonces se incorpora, se dirige a la puerta y, con una mirada indescifrable, se apoya sobre ella y la hace girar sobre sus goznes, cerrándola para siempre.

 

3 comentarios

  1. Me alegra que te gusten;tus buenísimos relatos,siempre con personajes con mucho carisma que se mueven en entornos por lo general bastante sombríos, hacen que sea facil que la imaginación despierte.
    Un placer.